REGARDE LE CIEL
Lo que voy a contar ahora pasó en un tiempo un tanto lejano tal vez, pero no por eso poco parecido al nuestro; un tiempo donde la falta de cuidado e interés por la vida humana eran moneda corriente.
Podría contarlo como la historia del comienzo de un viaje no planeado en la vida de Bernard, como la historia de un grafiti o como la historia de Bernard y un grafiti. Acaso porque la importancia podría radicar en Bernard, o acaso porque el protagonista podría ser el grafiti. Hasta el momento no lo sé. Así que intentaré contar la historia a mi manera.
En aquel entonces, Bernard se encontraba muy pegadito a la puerta. Su carita tenía una expresión extraña. Se lo veía ansioso y alegre, pero sus ojos se mostraban pensativos, como si no lograse sentirse del todo a gusto o entender por completo la situación en la que se encontraba. Había mucha gente allí, y al haber sido casi uno de los últimos en subir, ahora él viajaba de pie.
Pensó que el viaje iba a ser corto, y que pronto llegaría a aquel lugar a donde lo habían invitado a la salida de la escuela. Por eso tal vez había decidido no pasar por casa a avisarle a su mamá o a buscar algún abrigo para más tarde. Unos pantaloncitos cortos grises, una camisa color blanca, unas medias tres cuartos y al tono y unos zapatos oscuros.
Aburrido en ese lugar, Bernard intentó hablar con los niños vecinos que viajaban con él, mas ellos no lo entendían. Algunos eran más grandes y otros no tanto. Algunos viajaban con sus madres y otros tan solitos como él. Tenía hambre ya. En su mochila tenía un panecillo que le había dado la mamá para uno de los recreos de la escuela. Pero recordó que se la había entregado al Señor que lo había invitado de paseo esa tarde:
—Vamos a divertirnos y a hacer tareas en la naturaleza, no vas a necesitar la mochila muchachito– había dicho él cuando Bernard intentaba subir al camión.
Sus rulos empezaban a molestarlo, sentía algo raro en el pelo que no hacía más que provocarle ganas de rascarse. Su estatura tan pequeña casi no le permitía respirar allí adentro y el calor lo hacía sentirse cada vez más pegoteado y fastidiado.
El camión se detuvo de manera abrupta; parece que por fin habían llegado a destino. Bernard no tuvo ni que intentar bajar, ya que en cuanto se abrió la puerta trasera del mismo, casi todos los que allí adentro se encontraban salieron despedidos, algo así como si hubiesen sido previamente colocados a presión. Se levantó del suelo, se limpió un poco las rodillas y corrió hacia la puerta de entrada.
Unas imponentes rejas negras y un cartel que decía Arbeit macht frei –el trabajo te hace libre– detuvieron su entrada, pero no por eso llamaron su atención, al menos no a primera vista. Bernard tuvo que esperar al resto de sus compañeros de viaje para poder ingresar a ese enorme campo en dónde podría aprender a hacer tareas al aire libre.
Una vez adentro, lo llevaron a un cuarto enorme –aunque de cuarto no tenía mucho ya que no había camas ni muebles–, y le entregaron un short y una remera para que se cambiara.
—Ponte esta ropa así no ensucias la tuya mientras hacemos las tareas de campo– una especie de tío bueno le había dicho antes de ingresar a la habitación.
Bernard se puso la ropa nueva y salió corriendo hacia ese gigantesco espacio verde que rodeaba el lugar. Se estaba haciendo de noche ya, tenía que aprovechar el poco tiempo que le quedaba para jugar y hacer cosas de grandes antes de volver a casa. Mas cuando llegó al parque, se topó con muchos hombres y mujeres. Todos en silencio, haciendo una fila y mirando al suelo. Entonces se acomodó en un lugarcito libre que encontró, y enderezando su torso, intentó copiar la nada que ellos hacían. Sin embargo, eso no le parecía fácil. Bernard quería jugar, hablar con alguien, no entendía esas cosas raras que estaban haciendo los adultos allí. Empezaba a sentir frío y hambre cuando vio que todos marchaban hacia la gran casa del lugar. Como ya estaba oscuro, tal vez los juegos serían adentro, o tal vez nos darían algo rico de comer– pensó Bernard. Entonces, una vez más, decidió copiarlos y marchar con ellos. Al ver que a medida que iban llegando, todos se iban tirando al piso, como quien por la noche, luego de un día agotador, cae desplomado en su cama, Bernard hizo lo mismo. Nadie hablaba allí. Todos los que lo rodeaban, con esas caras un tanto asustadas y cansadas, se dormían al instante en que tocaban el suelo. Pero él no pudo dormir, aunque parece que tampoco quiso hacerlo. Se quedó despierto toda la noche, intentando al principio copiar una vez más la misma posición de todo el resto. Cuando el silencio ya era absoluto, Bernard se puso de pie y empezó a caminar hacia la puerta. Lo hacía a un paso muy suave y lento, tenía que evitar que alguno se despertara e interrumpiera su salida al parque. Cuando por fin logró atravesar esa gran multitud horizontal, empezó a caminar por el pasillo que lo comunicaba con el resto de las habitaciones, otra vez más, de forma muy cautelosa, así como en puntitas de pie. Mas él no veía absolutamente nada alrededor, sino que miraba y todo lo miraba de un modo inconsciente, así como suele pasarles a muchos adultos, que caminan cansados o con el pensamiento ocupado en algún objeto especial y lejano. Al acercarse a la salida, escuchó sin querer una conversación entre dos señores. Seguido a eso y de manera casi instantánea, Bernard recobró su conciencia por completo. Empezó a observar en detalle a su alrededor y se estremeció. Quedó como clavado en el suelo, con su cabeza gacha y sus oídos apagados, como un gato encandilado. Empezaba a sentir una sensación de frío que recorría cada uno de sus huesos, y poco a poco algunas palabras comenzaban a hacer eco en todo el lugar. Palabras que, sin entender bien porque, le producían una suerte de repugnancia y revoltijo en su estómago. Arbeit macht frei, arbeit macht frei – Bernard había aprendido algo de alemán en la escuela, y esa frase, o para ser más precisos, la última palabra de la misma, se iba convirtiendo poco a poco en un parásito de su cabeza.
No podría decir ahora cuánto tiempo pasó desde que Bernard quedó perplejo contra la pared al escuchar aquella conversación hasta que por fin logró escapar de allí. Ni tampoco cómo fue que logró salir vivo de ese lugar que hoy es tan sólo historia. Tal vez porque no sea eso lo que quiero contar hoy, sino algo que sucedió después.
De un momento a otro, Bernard se encontraba en un camión parecido al que lo había llevado hacía un tiempo atrás a aprender a hacer cosas en la naturaleza, pero esta vez, viajaba solo y en sentido contrario. El había logrado irse de allí así como había llegado, sin nada. Sin nada no, se llevó con él algo que nunca antes había experimentado. Se llevó el miedo.
Para ser sincera y justa, debo decir que yo no estaba junto a él aquella noche. Pero eso no me inhabilita a transmitirles todo lo que Bernard me contó aquel día. Yo sentí cada lágrima, su corazón lloraba cada vez que hablaba, una desilusión escalofriante y despiadada había logrado apoderarse de esa carita empalidecida. Sus ojos estaban caídos y toda su piel parecía seguir la misma dirección. Sólo podía verse una ilusión completamente rota. Bernard, de manera injusta y a la fuerza, sin buscarlo y sin quererlo, había conocido una de las peores miserias humanas. Alguien le había arrancado algo que como adultos no deberíamos perder nunca.
Cuando por fin el camión disminuyó la velocidad para ingresar a un pueblo, Bernard pegó una patada a la puerta trasera y saltó fuera del mismo. Corrió a toda velocidad – con el torso volcado hacia abajo y una expresión seria, algo así como enojado–, en busca de algo que no podía sentir que era, al menos no en primera instancia. Por su camino, cruzaban transeúntes que parecían estar contentos, y otros, con la cara algo preocupada. Niños con sus madres que los llevaban a la escuela. Familias paseando, trabajadores, gente vendiendo panecillos en las esquinas. Autos, bocinas y ruidos de locomotoras de tren. Pero una vez más, Bernard corría sin escuchar ni ver absolutamente nada alrededor. Él sólo miraba, y todo lo miraba de un modo inconsciente. Mas esta vez, con su pensamiento ocupado por aquellas imágenes que tiempo atrás habían logrado apoderarse de su mente. Corrió tanto que casi llegó a olvidarse de dónde estaba y de quién era. Lo único que sonaba en su cabeza era la última palabra de aquel cartel que había leído a la entrada del parque.
Cuando la casualidad vino en su ayuda, Bernard se detuvo, retrocedió unos pasos, y leyendo un grafiti en francés que unos metros atrás había logrado captar su atención y recobrar su conciencia otra vez, se refregó los ojos, y después de tanto tiempo y con el corazón palpitante, miró al cielo.