top of page

INTERCAMBIANDO NOMBRES

La impuntualidad no es algo que me caracterice.

Ése era mi último día en Paris, y esos minutos en la estación colmada de gente, parisina y no tanto, mis últimos momentos junto a dos de aquellas personas que había conocido hacía ya seis meses y que en ese instante debía dejar partir. Aunque en verdad la que debía partir era yo, y ellos, los que afortunadamente no tendrían que separarse.

Recuerdo muy bien esos últimos momentos, los siento tan cerca como si los estuviese viviendo ahora mismo. Corríamos por la estación en forma desesperada en busca del maldito tren. Entre los tres nos habíamos dividido todo mi equipaje, que por cierto no era poco. Íbamos como en hilera, intentado esquivar, aunque a veces también chocábamos, cantidades infinitas de gente y de maletas que colmaban nuestro andén. Ahora lo recuerdo y una sonrisa cómplice se escapa de mí; era como estar corriendo una carrera con obstáculos. Yo me encontraba en el medio de ellos dos. Cada tanto, volteaba la mirada para ver si ella aún venía atrás de mí, y a veces la encontraba con su carita triste, y otras, con una sonrisa en su boca y una angustia y cansancio que se descubrían a través de sus ojos. Cada otro tanto, él, que iba delante de mí, hacía lo mismo que yo. Se daba vuelta con una enorme sonrisa -porque se me olvidó contarles que él tenía un  modo muy característico de convertir el llanto en risa-, en busca de nosotras dos, y a veces me encontraba seria y hasta concentrada, y  otras, con lágrimas que corrían por mi mejilla en busca de un lugar donde pudieran sentirse más cómodas para quedarse. Quizás por eso ese día estábamos tarde.

Estaba oscuro ya y ahí me encontraba yo, apichonada al lado de la ventanilla esperando la salida de mi tren a Roma, el cual, algo no poco usual en Francia, estaba retrasado. Ya estaba sola, aunque no tanto, porque el vagón rebalsaba de gente, gente joven y enérgica con unas ansias descontroladas de disfrutar la noche. El ruido era fortísimo. Ah, porque se me pasó contarles que el vagón donde me tocaba viajar a mí, era un vagón de fiesta. Sí, yo había decidido viajar de noche, y recuerdo que al momento de adquirir mi ticket, encontré una promoción en ese tren y en ese vagón en particular.  Y en aquel tiempo, la ecuación me cerraba perfecto: fiesta y a un precio increíblemente económico; pero claro, en ese momento, yo y mis circunstancias eran otras.

Después de un rato, que para mí fue eterno, el tren empezó a alejarse poco a poco de la estación para iniciar el recorrido que nos llevaría a todos y a cada uno de nosotros a una misma ciudad.

Mientras que yo no hacía más que mirar por la ventana -recostada con mis piernas sobre el asiento y muy pegadas a mí, y mi cabeza bien contra el vidrio-, sin poder frenar los recuerdos de esos meses compartidos con aquellas personas, los cuales pasaban por mi cabeza a modo de película pero a velocidad rápida, a mi alrededor había gente de mi edad y no tanto, viviendo otra realidad y otra historia.

Recuerdo los sentimientos que se apoderaron de mí en ese momento al verme a mí por un lado, y a la escenografía del lugar donde me encontraba, por otro; cada una tan distintamente igual. Primero me crucé con la gracia y la paradoja. La idea de tanta gente junta en busca de un mismo destino, y, sin embargo, vivenciando esa salida de la terminal con emociones y sensaciones tan encontradas, me parecía tan apasionante como incomprensible. Luego, el fastidio se apoderó de mí. La música se estaba tornando insoportable para mi estado de ánimo, y tanta alegría junta, me estaba empezando a parecer repugnante. Ya después, me crucé con la bronca y la impotencia. No podía entender como esa gente que se volteaba encima de mí producto de los movimientos propios del tren y los de sus cuerpos que se ladeaban intentando seguir el ritmo de la música -que a propósito, nunca seguían, porque no sé si ya sabrán que el movimiento de caderas y el manejo del propio cuerpo parece que no es algo fácil para los franceses-, no reparaba en mi existencia ni en mi necesidad de otra cosa. Entonces, cuando la situación se empezó a tornar inmanejable, tomé mi libreta -algo que nunca faltaba en mi mochila, pero que para aquel entonces, ya estaba casi llena y con las tapas casi rotas-, una lapicera y me dirigí al vagón comedor. Recién ahí entendí porqué el precio de dicho boleto era tan económico.

Una vez allí, me senté en una de esas banquetas altas, propias de ese tipo de vagones, que encontré vacía. La luz era tenue, pero suficiente para poder escribir; lo único que quería hacer en ese instante. La música acompañaba al ambiente, una mezcla de jazz y blues sonaban a un volumen que al menos yo sentía justo y acorde para esa noche. Las ventanas estaban empañadas. Claro, para esa época del año y atravesando la campiña francesa, el clima fuera del tren, a diferencia de lo cálido que parecía el interior del mismo, era demasiado frío. En este vagón había mucha gente también. La mayoría eran franceses. Hombres grandes, vestidos de traje o pantalón de vestir, con el pelo bien arreglado y zapatos elegantes, algo que para ese entonces, ya me parecía común. Muy pocos estaban sentados como yo. La mayoría andaba de pie, conversando entre ellos, siempre con una copa de vino en la mano, y porque no, algún cigarrillo en la otra. Pero ésta era otro tipo de gente. Gente que parecía estar contenta también, pero a diferencia de la del vagón de fiesta, se trataba de personas que reparaban en un otro y que parecían tener sensaciones y necesidades parecidas a las mías.

Entonces, me pedí un vaso de vino francés, no muy dulce esta vez, y un pain au chocolat, un croissant típico de aquel país. Abrí la libreta, tomé la lapicera y me sentí feliz. La pluma es la lengua del alma, una vez alguien dijo, y eso era lo que sentía yo. Cuando algo me revolucionaba emocionalmente, no podía hacer otra cosa que escribir. Así que, eso fue lo que me dispuse a hacer.

Las palabras, como era de esperar en mí, estaban desesperadas por ser volcadas al papel. No podía frenarlas ni ordenarlas, aunque tampoco tenía ganas de hacerlo. Así que entre trago y trago, una suerte de infinitas sensaciones, dudas, sentimientos e ideas empezaron a brotar de mi ser -así como cuando el agua bulle y los saltos de la misma se tornan incontrolables-, a tal velocidad que mi mano no alcanzaba a asentarlas en la libreta que tenía en frente.

Escribí por un largo rato, aunque para mí había sido casi ínfimo. Cuando por fin opté por tomar un respiro y descansar mi muñeca, levanté la vista y me choqué con un señor no muy alto, flaco, con poco pelo y bastante despeinado, con unos lentes grandes y antiguos, un pantalón un poco viejo y un pulóver venido a menos. El parecía estar parado muy pegado a mí hacía largo rato ya, como hasta casi espiando lo que yo escribía.

Claro, yo había estado tan concentrada e inmersa en mi mundo que ni cuenta me había dado de su presencia. Pero en ese instante, su figura y aspecto me llamaron mucho la atención. No hubo mucho tiempo de silencio entre nosotros dos. Sin alcanzar a terminar de recorrer su silueta, él ya estaba susurrando una pregunta, en inglés: “¿Por qué escribes?”. Me descolocó por completo y no supe que responderle. La pregunta lógica para mí en ese momento debería haber sido otra, algo parecido a un discúlpame, ¿te molesto si te pregunto qué haces, qué escribes con tantas ganas? Entonces, al ver que mis ojos se abrían cada vez más, mis cejas parecían subir más allá de mi frente y mi boca hacía esfuerzo por permanecer cerrada, él repitió su pregunta, pero en francés esta vez, cosa que me provocó una pequeña carcajada y me alivió un poco. No sé si había sido intencional o no, pero repitiendo la pregunta en otro idioma, intentando hacerme creer que quizás se trataba de una traba del lenguaje y no de una falta de interés de mi parte, había logrado su cometido; y así empezamos a charlar.

Entonces lo conocí a él, a quien podemos llamar “S”, para hacerlo a mi manera.

“S” parecía ser muy auténtico, transparente y con un humor muy característico. Al igual que mi amigo, parecía tener un modo muy particular de convertir el llanto en risa; porque hasta las historias más fuertes y duras que me contó, fueron relatadas con una sonrisa y con una mirada alegre.

Por momentos me costaba seguirle el hilo, y no porque no fuese interesante lo que contaba, sino porque no podía evitar detenerme en su aspecto, totalmente diferente al del resto de la gente que se encontraba en aquel vagón. Particularmente, en los codos de ese pulóver: muy gastados, casi rotos. Claro, la gesticulación enérgica y la pasión con la que “S” me hablaba impedían mantener ese tejido unido.

Entonces charlamos, nos abrimos, nos contamos confidencias, nos reímos como dos niños, compartimos anécdotas, tomamos vino y comimos más pan de chocolate. Hablamos de cine y de guiones, de actores y  de directores, algo sobre lo que “S” conocía mucho más que yo. Hablamos de amores inalcanzables que luego no lo eran. De sexo, de mis pasiones por la historia de los judíos, por las guerras y por la intelectualidad propia de cada ciudad; que también eran las suyas. Compartimos miedos y obsesiones similares. Hablamos de la incapacidad de alcanzar la felicidad porque la desgracia siempre acecha, y de una extraña coincidencia de nuestras realidades: “S” con la mayoría de amigas mujeres, y yo, con la mayoría de amigos hombres.  Y de repente, éramos “S” y yo, y ese mundo que nos rodeaba ya parecía no estar presente, era sólo parte de una escenografía. Tomamos más vino y nos volvimos a reír, y nos seguimos conociendo y compartiendo. No necesariamente en ese orden. Su pregunta nunca fue respondida, pero tampoco era necesario, porque la respuesta “S” ya la sabía.

Después de un rato largo, que una vez más para mí había sido casi ínfimo, se hizo de día y una voz comenzó a anunciar nuestra muy pronta llegada a destino.

Yo debía regresar a mi vagón de fiesta a buscar mis cosas para alistarme para bajar, y entiendo “S” debía hacer lo mismo. Entonces, “S” tomó una tarjetita de su bolsillo y agregando que él permanecería en Roma por un largo tiempo, me la entregó y con una mirada cómplice partió para su lado, y yo para el mío; opuestos esta vez.

Me bajé del tren y me encontraba sola nuevamente. “S” y yo nos habíamos tornado otra vez en dos desconocidos, como todos aquellos que pasaban por mi lado en esa enorme y aparente desquiciada terminal en la que me hallaba.

Caminé hacia el molinete que me conectaría con el subte, el cual me llevaría al aeropuerto donde un avión de regreso a mi país me estaba esperando. Iba rápido y toda desaliñada, porque una vez más, estaba tarde. Y otra vez, empezaron a pasar por mi mente todos los recuerdos de esa noche con “S”, así como una película, pero a velocidad rápida. Entre tanto de todo eso, descubrí que “S” y yo jamás habíamos intercambiado nombres, algo que comúnmente uno tiende a hacer con alguien al momento de empezar una charla. Sorprendida y ansiosa, me detuve y saqué del bolsillo delantero de mi jean la tarjetita que “S” me había entregado.

La leí y mi cara se desfiguró por completo. Mis cejas se levantaron otra vez y mis ojos se abrieron hasta alcanzarlas. Mis pulsaciones aumentaron a una velocidad despiadada y mis piernas comenzaron a aflojarse. Cerré los ojos, y otra vez más, empecé a vivenciar imágenes que corrían por mi mente a pasos agigantados y acelerados. Imágenes relacionadas esta vez con el motivo por el cual seis meses atrás había decidido iniciar mi viaje a París, y con mi inminente y no tan feliz regreso a casa.

Abrí los ojos, respiré profundo y miré hacia ambos lados. No tenía mucho tiempo, cada vez se me hacía más tarde y la gente caminaba a mi lado topándome y preguntándose tal vez que hacía yo ahí parada en el medio de tanto tráfico interrumpiendo su paso apurado. Hacia un lado, había un cartel que indicaba el camino hacia el subte; hacia el otro, y justo enfrente, una señal de teléfono.

Entonces, casi sin pensarlo y con una ilusión propia de una niña y una mezcla de miedo y alegría que me brotaba de todo mi entero ser, sonreí y me susurré a mi misma: ¿Por qué no? Y después de reiterados intentos, la única respuesta que recibí fue esta: “Woody Allen. En este momento no puedo atenderlo, deje su mensaje y me comunicaré con Usted en cuanto sea posible”. O algo parecido a eso.

© 2018 desinged by Thelma Fardin 

bottom of page