top of page

EL JUEGO

Siempre me gustó cambiar los nombres.
En tu caso, empecé a hacerlo cuando ya teníamos confianza. Y no porque no me gustara el tuyo, aunque pensándolo bien, tu segundo nombre nunca me agradó. Primero, porque me parecía que no pegaba con el primero. Pongamos que te llamabas Juan Antonio, pero no. Segundo, y de esto me estoy dando cuenta ahora, porque para ser sirena te faltaba la cola de pez y la voz melodiosa, eso para empezar.
Con Tito también lo hacía. Y ahora que recuerdo, esta “manía” por cambiar los nombres, comenzó en México, cuando conocí a F y decidí llamarlo R. Pero no es esa la historia que quiero contar ahora.
Volvamos al tema de los nombres. Siempre fui bastante niñata con eso. O quizás, era mi forma de tener un código, algo que sólo vos y yo, quien quiera que fueras vos, pudiésemos entender y reírnos de ello. Una complicidad de a dos. O quizás era mi forma de volar, de no aburrirme, de hacer real aquello que en la realidad sólo podía ser ficción. Esa era mi forma de amar y de ver el mundo. Y estaba genial, porque podías armarte tu propia historia, como vos quisieras que fuera. Con personajes altos o petisos, con conejos o delfines, bosques o hadas. Lo que a vos más te gustara. Y además, era una forma única de conocer al otro, ya que cada uno elegía ser como quería ser, sin ninguna limitación social ni propia. Cada uno podía elegir sus habilidades y virtudes, sus intereses y hasta sus debilidades.
Pero había dos reglas que en mi juego no podían saltarse. La primera, quedaba prohibido perjudicar al otro. Y la segunda, todo lo que allí eligieses hacer  te haría sentir tan pleno que hasta seguramente te cuestionarías: cómo no tener un frasco a rosca para encerrar este sentimiento fugaz y usarlo durante esos días en los que tocaba dejar de jugar.
Volviendo a vos, siempre quisiste tener algo tuyo, y lo que no te enterabas es que de esta forma lograbas tener algo mucho más tuyo que lo que vos estabas buscando. Podías tenerlo todo, hasta esa casa con jardín que tanto deseabas. Y si un día no te gustaba más, podías mezclar, repartir y volver a empezar, sin más. Porque total, mientras la historia seguía su curso, la realidad dejaba de existir.
Y aunque este juego nunca te gustó, siempre fuiste lo suficientemente astuto para mirar a través de mis ojos y lo suficientemente rápido para seguir las pistas, y así poder armar el tuyo propio, que en verdad y a simple vista, era muy parecido al mío.
Vos jugabas a armarlo todo como vos querías que fuera. Sin reglas, o más bien, con las tuyas. Sin límites ni fronteras, sin consideraciones, sin tiempos, sin detenerte más que en lo que vos querías, más que en tu presente y en lo que creías estar haciendo para armar tu futuro.
Pero un día, fui yo quien supo seguir las pistas. Un día, fui yo quien supo mirar a través de tus ojos. Y ahí fue cuando me di cuenta que había una sola cosa, y no por eso menos importante, en la que nuestros juegos eran diferentes:
En mi caso, los instantes que duraba el juego, eras feliz, entonces, te transformabas en eterno y el tiempo dejaba de existir. Mi juego era mágico. El tuyo era humano.
Pero volviendo al tema de los nombres, yo sigo haciendo ficción para construir mi realidad. Y vos no sé si seguís jugando.
Yo sigo conociendo gente y cambiando nombres.
Algún día, cambiarás el mío, y ahí sabré que te habré encontrado.

© 2018 desinged by Thelma Fardin 

bottom of page