CUANDO EL DESTINO TROPEZO CONMIGO
Encerrada e incomunicada en una de las salas de embarque del aeropuerto de Marruecos, no podía creer lo que estaba sucediendo.
La sala era bastante grande, aunque no había asientos suficientes para la enorme cantidad de gente que aquella noche tomaría el avión con destino a Paris. Algunos caminaban ansiosos a la espera de una buena noticia que anunciase la restitución del vuelo. Otros, nos encontrábamos sentados en el piso, entablando una suerte de amistad con los que teníamos al lado, algo que sucede muy a menudo en este tipo de esperas. Para la sorpresa de muchos, incluso la mía, todos los lugares donde podíamos comprar comida en aquella sala se encontraban cerrados, algo nunca antes visto en un aeropuerto.
Luego de varias horas de espera sin novedad alguna, mi ira empezó a crecer. No sólo no podía comunicarme con mi amigo -habíamos quedado en encontrarnos en el aeropuerto de Paris por la madrugada y mi celular no tenía señal en esa sala-, sino que tampoco podía satisfacer una de las necesidades básicas de todo ser humano; hecho que además me provocaba terrible mal humor.
Cansada de aguardar, me dirigí al mostrador donde se encontraba el agente de seguridad. Había muchas personas en dicho sector. Se escuchaban voces altas, en distintos idiomas y con diferentes acentos, muchos de los cuales no lograba entender del todo. Caras enfurecidas y otras anonadadas. Cuando finalmente logré atravesar la multitud y llegar al mostrador, el agente me informó, en un francés no muy claro, lo que estaba sucediendo.
—El piloto tiene su licencia vencida- dijo con voz monótona y tranquila. Al escuchar su explicación, mi cara se desfiguró. Entré en pánico. Me quedé atónita. No era posible estar recibiendo semejante respuesta.
—Simplemente estamos esperando una firma que habilite al piloto a volar; en poco tiempo el problema estará resuelto- añadió el agente frente a mi silencio cargado de desconcierto. Al ver que esa explicación no había sido suficiente, el hombre ofreció la posibilidad de no tomar dicho vuelo y viajar con otro piloto a la mañana siguiente.
—El único tema es que la compañía aérea no se responsabilizará por dichos gastos- agregó con la misma expresión inmóvil con la que venía hablando. ¡Con qué tupé podía estar diciéndome eso! Sentí estar viviendo una locura, esperando que todo aquello fuera tan solo una broma que podría estar montando algún amigo.
Absorta en mis pensamientos, me dirigí al baño, el otro ambiente que afortunadamente sí permanecía abierto. Necesitaba airear mi cabeza; las reglas que regían dicho aeropuerto no me permitían dirigirme a otro lado.
Viajar en avión era algo que de por sí me generaba un sentimiento de angustia e incertidumbre indescriptible. Pero afortunadamente, mi cuerpo era sabio; en la mayoría de los casos, lograba dormirse antes de que el avión despegara.
Mi viaje a Marruecos era uno de los últimos antes de emprender el regreso a casa, por lo que mucho dinero no tenía.
En cuanto ingresé al baño, una billetera color oscura obstruyó mi camino. ¡Un tropezón no es caída! Lo único que me faltaba para cerrar mi noche de suerte.
Me agaché, recogí la billetera y eché un vistazo rápido al ambiente en búsqueda de algún observador que podría estar tendiéndome una trampa. No había nadie allí. Abrí entonces la misma de forma desesperada y ansiosa (de igual manera que, pasadas tantas horas sin comer, hubiese abierto un sándwich, esos que vienen envueltos en film). Mis manos temblorosas y humedecidas, guardaron la billetera en uno de los bolsillos de mi campera. Me encerré en el baño más cerca y trabé la puerta. En Marruecos, los baños son muy particulares; habitáculos totalmente herméticos, sin esa pequeña abertura próxima al piso que los comunica con el resto del gran baño. Nadie podría escucharme ni dar cuenta de mi existencia una vez allí. Durante el tiempo que pasé encerrada en dicho cubículo, no volví a sacar la billetera de mi campera. Los nervios, o tal vez la culpa, estaban ganando batalla a la curiosidad. Sólo recordaba que los billetes eran euros, y bastantes por cierto. Por el resto, para ser honesta, no presté demasiada atención; había documentos también, o algo parecido a eso.
No tenía mucho tiempo para pensar que hacer con ese nuevo objeto del cual por el momento y gracias a una causalidad azarosa, era la propietaria.
Siempre había sido una chica honesta, educada bajo una moral que poco a poco había ido transformando en una ética propia. Pensaba en quien podría ser la dueña o el dueño. ¿Y si se tratara de una familia humilde de Marruecos? ¿Si dicha familia hubiese sacrificado horas de sueño para ahorrar ese dinero y viajar a aquella ciudad, en donde seguramente sabrían que la discriminación racial los acecharía, sólo para conocer la majestuosa obra de Gustave Eiffel? Se me oprimía el pecho de solo pensarlo.
También podía ser que el dueño fuese un maldito capitalista francés; ese dinero podía bien ser fruto de la acumulación de las empresas a costas de la pobreza de la gente. ¿Y qué si la misma pertenecía a alguien como yo, de clase media, que habría adquirido ese dinero, trabajando o no, pero de forma honesta?
En cualquier caso, sentía la obligación de devolver esa billetera. Parece que mi conciencia me estaba jugando una mala pasada. Definitivamente, eso era lo que me correspondía hacer.
Dando más vueltas al asunto, pensé también en mi amigo. No había podido comunicarme con él para informarle acerca de mi demora. El no tenía mi dirección en Paris, había viajado con mi número de teléfono como única coordenada. Esto indicaba que si tomaba el vuelo al día siguiente, él llevaría más de un día esperándome en Charles de Gaulle. Eso no sería justo. El sólo había logrado tomar unos pocos días de vacaciones y en ese caso, tendría un día menos para conocer esa hermosa ciudad. Una vez más, mi única salida era esperar la firma de la licencia del piloto y tomar el avión esa misma noche, confiando en que aún no sería mi hora.
Al cabo de unos minutos, destrabé la puerta y me retiré del baño. Caminé otro rato alrededor de la sala de embarque, absorta en mis pensamientos. Poco a poco, aquellas voces tan fuertes que ocupaban ese lugar iban desapareciendo dejando paso al miedo y a la paranoia.
Era de noche y me encontraba en un lugar muy poco familiar. Seguro el dueño ya habría gestionado la denuncia correspondiente. ¿Qué pasaría si me encontraran con la billetera? La cultura de ese país era muy diferente a la mía, la seguridad en el aeropuerto era exagerada y el trato hacia las mujeres era escalofriante. Debía tomar una decisión urgente. El solo hecho de pensar en la posibilidad de quedar demorada en un lugar como ése no hacía más que quitarme el aire y paralizarme.
Nunca antes había dedicado tanto tiempo al hecho de tomar una decisión. Hasta ese momento, siempre había jugado a una suerte de cara o cruz, prestando poca atención a aquello que hubiera podido pasar si mis decisiones hubiesen sido un poco más pensadas, si hubiese elegido con tranquilidad y con una esperada lógica.
Tampoco podía subirme al avión esa misma noche. El piloto tiene la licencia vencida, no podía quitar esa frase de mi cabeza. Por otro lado, sin importar si se trataba de una casualidad o una causalidad, esa billetera había sido puesta en mi camino. La idea de tomar ese avión me provocaba una suerte de repugnancia, algo así como estar deliberadamente tentando al destino.
La solución era clara, pero mi conciencia no me permitía hacerme cargo de ella.
El tiempo se escurría. Ya había dejado de caminar alrededor de la sala para no generar sospechas. Me encontraba sentada nuevamente en el piso, con un libro en la mano, tratando de fingir el hecho de estar matando la espera con una interesante lectura. Pero fue en vano. Al cabo de cinco minutos, me dirigí hacia la salida de la sala de embarque.
Las puertas metálicas se abrieron, y, para mi sorpresa, no había nadie del otro lado. Los señores uniformados de tez negra ya no estaban. Necesitaba salir urgente de allí. Encontrar un recoveco en donde nadie pudiese verme, retirar el dinero de la billetera y dirigirme al stand de la aerolínea para comprar el ticket para el primer vuelo de la mañana siguiente. Caminé a una velocidad extrema intentando encontrar la puerta de salida. Cuando por fin llegué a destino, la misma se encontraba cerrada. Miré a mi alrededor y me di cuenta que estaba sola en ese ambiente inmenso y poco agradable para mí. Esto comenzó a provocarme miedo. ¡El aeropuerto completo está cerrado!, no podía ser posible. Desesperada por escapar de esa sala de embarque lo antes posible, había olvidado avisar al agente de seguridad que viajaría al día siguiente. ¡El habría podido informarme qué hacer y cómo salir de allí!
El miedo y la desesperación se acrecentaron aún más cuando visualicé a lo lejos a dos señores uniformados. Se dirigían en dirección a mí.